Entre dos mundos y otros libros de Hermógenes L Mora

Es tan emocionante cuando una fotografía llena tu vida de tanta felicidad. Recientemente me llegó desde España una serie de imágenes donde tres de mis obras lucen tan preciosas ante la imponente arquitectura de La Sagrada Familia, obra del gran arquitecto Antoni Gaudí. No puedo negar que me llené de tanta emoción que mis ojos se llenaron de lágrimas por la felicidad que me provocaba verlas. No conozco España, pero sueño con poder conocer algún día este país que reúne toda mi admiración.

Tabúes y realidades utopías en versos, Entre dos mundos y Seis relatos para una tarde y una taza de café frente a La Sagrada Familia.

El Templo de Ártemis

CÁPSULAS DE LA HISTORIA

Artículo de National Geographic.

En el siglo III a.C. se elaboró en el mundo griego la célebre lista de las Siete Maravillas de la Antigüedad. El catálogo experimentó algunas variaciones a lo largo del tiempo, pero uno de los monumentos que nunca faltó fue el templo de Ártemis en la ciudad de Éfeso, en la costa de Asia Menor (la actual Turquía). De hecho, para algunos autores la más impresionante de las siete maravillas era justamente la de Éfeso.
Así, en el siglo II a.C. el poeta Antípatro de Sidón escribía: «La muralla accesible a los carros de la rocosa Babilonia y el Zeus del Alfeo (en Olimpia) he contemplado; y los Jardines Colgantes [de Babilonia] y el Coloso del Sol (en Rodas); y el descomunal trabajo de las altas pirámides [en Gizeh, Egipto] y la extraordinaria tumba de Mausolo (en Halicarnaso); pero cuando vi la mansión de Ártemis alzándose hasta las nubes, aquéllas palidecieron y me dije: “Mira, aparte del Olimpo, el Sol no ha contemplado nada parecido”».
Antípatro no fue el único en extasiarse. En el siglo II d.C., el viajero griego Pausanias escribió a propósito del santuario: «Tres cosas contribuyen a su fama: la magnitud del templo, que supera a todas las construcciones humanas, el esplendor de la ciudad de Éfeso y el renombre de la diosa». Por desgracia, hoy quedan muy escasos restos materiales de aquel monumento, y las fuentes antiguas transmiten una información muy parcial y teñida a menudo de elementos legendarios.
EL TEMPLO DEL REY CRESO
La ciudad de Éfeso había sido fundada en el siglo X a.C. por griegos jonios (prodentes del Ática e instalados en la costa egea de Asia Menor), en la desembocadura del Caístro. Allí, en el delta pantanoso del río, los griegos habían encontrado un santuario dedicado por la población del lugar a una diosa de la vegetación y de la fecundidad a la que identificaron con Ártemis, que en la mitología griega era señora de los animales salvajes y de la vida agreste.
Los efesios erigieron sucesivamente hasta tres templos en honor de Ártemis. Pero fue un rey extranjero, el lidio Creso, quien construyó el templo monumental que ha pasado a la historia. Según Heródoto de Halicarnaso, lo hizo tras conquistar la ciudad en el año 560 a.C., como una manera de asegurarse una fama de hombre piadoso y amigo de los griegos.

El templo fue construido por el arquitecto Quersifronte de Cnosos, que inició las obras con la ayuda de su hijo. Pero fueron dos arquitectos locales, Demetrio y Peonio, quienes lo terminaron siguiendo los planes de construcción que Quersifronte había dejado por escrito. En época romana, el escritor y naturalista romano Plinio el Viejo indicó las enormes proporciones del templo –115,1 metros de largo por 55, 1 metros de ancho– que superaba a todos los conocidos hasta entonces, y dijo que su construcción llevó 120 años. En el templo se alzaban nada menos que 127 columnas, un verdadero bosque inspirado en los grandes templos de Egipto que posiblemente el arquitecto Quersifronte había visto. La construcción de un monumento de estas dimensiones representó todo un desafío para la ingeniería de la época.
Plinio nos cuenta los ingeniosos sistemas ideados por el arquitecto para trasladar los bloques de mármol desde la cantera, situada a doce kilómetros de distancia. El trabajo de subir las piezas del arquitrabe (la parte del edificio que descansa sobre los capiteles) fue enorme. Cuenta una leyenda que al ver que el dintel que se debía colocar sobre la puerta y que era el más pesado no encajaba de ningún modo, Quersifronte, angustiado, pensó en suicidarse; pero por la noche se le apareció Ártemis en sueños y le animó a vivir porque ella misma había ajustado la enorme pieza. En efecto, al día siguiente Quersifronte descubrió que el dintel se había colocado correctamente en su sitio.
El Artemisio, como se denominó el templo, fue en su tiempo una institución muy poderosa. El terreno a su alrededor estaba marcado con mojones que indicaban que era propiedad de la diosa, por lo que era inviolable y en él se aplicaba el derecho de asilo. Asimismo, el templo poseía extensas propiedades rurales y numerosos esclavos, y como estaba protegido por su carácter sagrado funcionaba como un banco: custodiaba depósitos, cambiaba moneda y hacía préstamos. Sabemos que el filósofo Heráclito, que era natural de Éfeso, depositó allí su libro buscando la seguridad que ofrecía.
La diosa, conocida como Ártemis o Diana Efesia, aunaba en sí misma elementos griegos y orientales. Su estatua de culto mostraba unas hileras de protuberancias en el torso que se han tomado tradicionalmente como senos (en relación con su carácter de diosa madre), pero que actualmente se interpretan como testículos de toro, un elemento que se ofrecía a la diosa en sacrificio y que tiene que ver también con la fuerza generadora. Una vez al año la diosa salía en procesión a contemplar sus dominios, según la costumbre oriental.
INCENDIO Y RECONSTRUCCIÓN
En el año 356 a.C., el templo fue totalmente destruido por un incendio. Según una tradición, ello se debió a que Ártemis, una de cuyas funciones era ayudar a las mujeres durante el parto, estaba tan ocupada con el nacimiento de Alejandro Magno ese mismo día que no pudo acudir a tiempo para socorrer a su propio templo.
El causante del incendio fue un loco llamado Heróstrato, que confesó sobre el potro de tortura que sólo deseaba que su nombre se conociese en todo el mundo por haber destruido aquel famoso edificio. Los efesios intentaron castigarlo con el olvido y borraron su recuerdo mediante un decreto, pero fue en vano, pues Teopompo, un historiador de la época, conservó su nombre para la posteridad.
Cuando Alejandro Magno liberó la ciudad de los persas en 334 a.C. se ofreció a pagar la reconstrucción del templo, lo que suponía incluir una inscripción donde figurara su nombre. Pero como los efesios no deseaban que su templo quedase asociado a otra persona declinaron el ofrecimiento con suma habilidad diciendo a Alejandro que no era conveniente que un dios dedicase un templo a otro dios.
Se recurrió, por tanto, a una especie de suscripción popular; según el historiador griego Estrabón, «construyeron un templo mejor reuniendo las joyas de las mujeres y las pertenencias privadas y vendiendo las columnas anteriores». Salvo por un crepidoma o plataforma escalonada, el nuevo templo respondía a la misma estructura que el anterior edificado por Creso.
Incluido en la lista de maravillas, el Artemisio atrajo a un turismo religioso que debió de ser también una gran fuente de ingresos para la ciudad. Sabemos que los plateros de Éfeso se ganaban la vida fabricando pequeñas réplicas de la estatua y del templo de Ártemis para los numerosos peregrinos. Cuando el apóstol cristiano Pablo de Tarso se afincó en la ciudad y predicó que no eran dioses los que estaban hechos con las manos de los hombres, los plateros provocaron un motín al grito de «Grande es la Ártemis de los Efesios».
INVASIONES E INTOLERANCIA
En el año 263 d.C., los godos penetraron con sus barcos en el Egeo desde sus bases en el mar Negro y sembraron el terror en unas regiones tan desguarnecidas como llenas de riquezas. Una de las ciudades que atacaron y saquearon fue Éfeso, que carecía de murallas. El templo de Ártemis, la famosa biblioteca de Celso y los barrios residenciales quedaron arrasados. Aunque el templo fue parcialmente reconstruido durante el período de tranquilidad de la Tetrarquía (hacia finales del siglo III), nunca recuperó su primitivo esplendor.
A mediados del siglo IV, el cristianismo se convirtió en la religión dominante del Imperio y los emperadores cerraron los templos paganos y prohibieron el culto a las imágenes. En Éfeso, las estatuas de Ártemis fueron derribadas y sustituidas por la cruz de los cristianos; incluso el nombre de la diosa se borró de las inscripciones. El templo fue expoliado por el patriarca Juan Crisóstomo durante su visita a Éfeso en el año 401. Desde entonces, el Artemisio se convirtió en cantera de materiales para nuevas construcciones –iglesias, murallas o baños–, mientras sus estatuas y adornos de mármol partían hacia el palacio imperial de Justiniano en Constantinopla.
Con el paso de los siglos, los cimientos del templo quedaron cubiertos por más de ocho metros de tierra de aluvión e incluso se olvidó por completo el lugar exacto en el que se había levantado. Hasta que en 1869 John Turtle Wood, un arquitecto inglés que había dejado su empleo en la construcción de las primeras líneas ferroviarias en el sureste de Turquía para excavar en la ciudad de Éfeso, anunció al mundo que había hallado los restos de una de las más preciadas Maravillas del Mundo Antiguo.

(Francisco Javier Murcia, doctor en filología clásica)

La Medicina Natural frente a la COVID-19

Por Hermógenes L. Mora

La historia de la Medicina Natural es tan antigua como el hombre mismo. En la línea del tiempo que separa el pasado del presente, existe un hilo que siempre nos ha unido y en las muchas ocasiones separado de nuestros seres queridos.

Así como en los animales, el instinto llevó al hombre primitivo a buscar en las plantas el alivio de sus dolencias. E allí el hombre ubicándose desde el inicio en la cúspide de la pirámide, aprendió a curar sus dolores y sanar sus heridas con la magia presente en las hojas y raíces de las plantas.

Data de más de cinco milenios una tabla de arcilla de la civilización Sumeria encontrada en  Nagpur, India, que comprende 12 recetas para preparar medicinas.  Otros escritos antiguos que mencionan recetas, raíces y plantas son: el libro chino de Pen T’Sao escrito por el emperador Shen Nung  en el 2500 a. C., el papiro de Ebers, escrito alrededor del año 1550 a. C., entre otros.

Como podemos ver la historia arroja hallazgos grandiosos desde los inicios de la humanidad. En el presente no quedamos lejos de seguir creyendo en el poder curativo de las plantas. La pandemia de la COVID-19 vino a cambiar nuestra manera de vivir, pero más allá de toda esta transformación sufrida,  los naturópatas volvieron a ser los salvadores de un pueblo que dominado por el temor vació sus esperanzas en las hierbas y en su poder curativo.

La población vio  renacer su fe cuando supo que aumentando sus defensas podía hacerle frente a ese virus tan letal. Los cítricos comenzaron a tener una demanda sin precedentes, la miel de abeja, la canela y muchos más fueron testigo de cómo el ser humano redescubría el poder curativo de las plantas que nuestros ancestros nos legaron a través de la tradición oral y que nuestros abuelos nos enseñan con sus prácticas manos. El virus está entre nosotros, pero somos nosotros los responsables de hacerle frente haciendo conciencia y cumpliendo con responsabilidad las medidas de seguridad estipuladas por la OMS.

No bajemos la guardia y sigamos creyendo en el inmenso poder de la Medicina Natural.

 

Foto de la web

La guerra de Cristóbal Colón

CÁPSULAS DE LA HISTORIA

“La guerra de Cristóbal Colón”
(Artículo de National Geographic)
Por: Francesc Cervera

Cuando Cristóbal Colón pisó por primera vez tierras americanas un 12 de octubre de 1492 ya era un experimentado navegante. Hasta entonces su objetivo habían sido los beneficios comerciales. Sin embargo, tras recibir el beneplácito de los Reyes Católicos, su destino final cambió de rumbo y sus naves terminaron siendo las primeras occidentales en arribar a las costas americanas.

Tras un primer viaje del que regresó en marzo de 1493, emprendió un segundo que le hizo regresar en noviembre de ese mismo año. Poco a poco, la fundación de nuevas ciudades así como la construcción de las estructuras para defenderlas, iban dando forma al futuro imperio español que ocuparía las lejanas tierras del Nuevo Mundo. Aún así, antes de que tal cosa se materializara, Colón tuvo que enfrentarse a una férrea resistencia indígena.

Buena muestra de ello es la batalla de la Vega Real librada el 27 de marzo de 1495 en la isla Española (hoy Haití y Santo Domingo), contra una alianza de caciques nativos que pretendían acabar con la ciudad de Isabela, fundada al año anterior.

Colón ya había erigido en la isla el fuerte Navidad durante su primer viaje, dejando una pequeña guarnición mientras volvía a España para informar al mundo de su descubrimiento. Sin embargo cuando volvió a la Española se encontró con que los indios, tal como se le nombra en las crónicas, habían asesinado a todos los hombres y quemado sus casas. Según le contaron los testigos, los responsables habían sido varias tribus lideradas por uno de sus caciques, Caonabo.
Frente a esta situación Colón no se arredró, sino que emprendió la conquista de la Española con las fuerzas renovadas que los reyes habían puesto a su disposición. Empezó por construir una cadena de fortificaciones que se adentraban en el interior desde la costa, para así mantener a sus hombres a salvo y controlar el territorio circundante.

Caonabo respondió atacando el fuerte de Santo Tomás, pero fue rechazado por los españoles. Entonces Colón le engañó con falsas promesas de paz, encargando a su lugarteniente Alonso de Ojeda apresarlo durante las conversaciones. Este le convenció para que abandonara su poblado a cambio de unas piezas de latón, y con la excusa de dejarle dar un paseo a caballo lo encadenó y se lo llevó a Isabela.

Este golpe a traición encendió los ánimos de las tribus indígenas, y mientras algunos como el cacique Guarionex de Marién se alineaban con los conquistadores, otros se unían en una confederación y se disponían a atacar los asentamientos españoles en la región de la Vega Real.
Dirigidos por Manicatex, hermano de Caonabo, los nativos marcharon sobre la Isabela para arrasarla, pero Colón les salió al paso con 200 infantes, 20 jinetes, una jauría de perros y varios cientos de aliados nativos.

Los españoles esperaron emboscados a que el ejército indio se adentrara en la trampa que le habían preparado, y llegado el momento lo rodearon por los flancos mientras Alonso de Ojeda atacaba de frente. Este asalto desde tres direcciones sembró el caos entre las filas de la coalición, cuyos guerreros estaban aterrados ante las atronadoras descargas de los arcabuces, las cargas de la caballería y las mortales dentelladas de los canes.
El combate fue breve y sangriento, terminando en la captura de Manicatex y la derrota de los indios. Colón impuso unas condiciones muy duras a los vencidos: algunos fueron esclavizados, otros convertidos en siervos, y además se exigió un tributo de oro y alimentos a todos los pueblos de la coalición.
Gran parte de la población nativa optó por la resistencia, quemando sus cosechas y echándose al monte antes que vivir como vasallos de los españoles, por lo que la guerra de guerrillas y su represión se alargó hasta gran parte de la primavera de 1495. A ello se le añadió una devastadora sequía en verano que no hizo más que empeorar la situación, apropiándose los colonizadores de los alimentos y dejando a los indios morir de hambre.

Cuando Colón abandonó la Española el 10 de marzo de 1496 esta era una sombra de su anterior prosperidad, con muchas comunidades desaparecidas y el resto malviviendo en pésimas condiciones. La resistencia indígena había sido quebrada y la isla se convirtió en el germen del gran imperio español que en los años venideros se expandiría hasta el Caribe y toda Centroamérica.